La ensayista y poeta Tamara Kamenszain aseguró en una entrevista con Télam que reconoce su interés por un libro cuando le «provoca ganas, ya sea de salir corriendo a escribir mis propias cosas» o incluso «sobre ese libro».

La autora conversó sobre su reciente publicación «Libros chiquitos» en la que se destacan sus intercambios con amigas como Ana Amado y Josefina Ludmer o recomendaciones de su hijo Mauro Libertella, quienes son solo algunos de los lectores que asoman en el entramado de voces que componen este ensayo.

-Télam: Ana Amado y Josefina Ludmer, a quienes les dedicás «El libro de Tamar», están muy presentes en «Libros chiquitos». Por ejemplo, de Ludmer rescatás esa diferencia que marca entre que un libro te guste o te inspire.
-Tamara Kamenszain:
Cuando nos sentábamos en el bar La Paz a charlar con nuestro grupo de amigos y nos recomendábamos libros, Josefina solía decir «Déjense de joder con el me gusta-no me gusta». Ahora entiendo que el que un libro «me guste» puede ser reemplazado por algo así como que «me inspira» (o, si quiero actualizar el anacronismo romántico por un concepto duro, diría que «me genera productividad»).

Me refiero a que me interesa un libro cuando me provoca ganas, ya sea de salir corriendo a escribir mis propias cosas o, mejor todavía, cuando me da ganas de escribir sobre ese libro. Respecto del «no me gusta», el sinónimo más directo que encuentro para reemplazarlo es «creo haberlo leído pero ya me lo olvidé», eso quiere decir que no me inspiró para nada.

-T: Te detenés en las «novelitas» que decís que «rozan la ficción» como «Formas de volver a casa» de Alejandro Zambra o «El nervio óptico» de María Gainza. ¿Cómo definirías ese movimiento? ¿Qué es lo que te interesa de esa posibilidad de narrar lo ligado a lo autobiográfico?
-T.K.:
De hecho el libro se me ocurrió mientras leía «Ensaio de voo» (Ensayo de vuelo), de Paloma Vidal -que por cierto pronto va a salir traducido acá- una ultra mini novelita de unas 22 páginas, escrita en el bloc de notas del celular durante un vuelo entre Sao Paulo y Buenos Aires.

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Leer ese librito me dio la clave del título y al mismo tiempo me hizo reflexionar acerca de mi gusto por leer chiquito, es decir, leer al sesgo, sin pretensiones de totalidad, sin esperar un gran relato. Pero no es un tema de número de páginas: hay libros como «La novela luminosa» de Levrero que para mí son chiquitos a pesar de las 500 páginas. Se podría decir que efectivamente rozan la ficción, coquetean con ella sin casarse, son libros medio histéricos, tampoco se casan con ningún género (como «El nervio óptico» o «Conjunto vacío» de Verónica Gerber). Y en algunos libros que se están escribiendo hoy también encuentro ese ingrediente. No me gusta llamarlos «literaturas el yo», esa etiqueta que usa el mercado para lo que se escribe en primera persona con pretensiones de autobiografía. Tampoco me convence llamarlo ficción autobiográfica. Es más bien un trabajo que se sitúa entre la intimidad y la extimidad.

Volver a casa desde afuera para estar siempre yéndose, es un movimiento que abandona al yo pero lo recupera a cada paso dejando al sujeto que escribe más acá y más allá del personaje de ficción. No hay engaño posible, no se trata de preguntarse si lo que escribió le pasó o no, porque la intensidad de la experiencia está despojada de pretensiones, es chiquita, débil y eso la hace verdadera.

-T: Rescatás los trabajos de Batato Barea, Alejandro Urdapilleta, Humberto Tortonese, Fernando Noy en el Rojas. Los definís como una verdadera máquina de leer poesía. ¿Qué es lo que les permitió construir un canon propio?
-T.K.:
Diría que esos primeros performers surgidos en el Rojas eran verdaderos lectores paradójicamente eruditos. Lo defino como erudición porque me sorprendió mucho comprobar que esos jóvenes casi adolescentes, aparentemente iletrados que no venían de la academia, y tal vez ni siquiera de haber terminado el secundario, leían poesía de una manera voraz. Storni, Ibarbourou, Pizarnik, Darío, Marosa di Giorgio, entre muchos otros, aparecían en los espectáculos formando una especie de improvisada biblioteca actuada que le aportó al Rojas un canon propio, diferente al de la carrera de Letras.

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Trajeron a un centro que nucleaba las actividades extracurriculares de la UBA una cultura heterodoxa, una especie de mezcolanza tipo puré, no por nada el inolvidable espectáculo que armó Batato con poemas de Pizarnik se llamó «Puré de Alejandra».

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