El otorgar reportajes a propios y extraños, la insistencia en consultar a los expertos, el eludir la cadena nacional forman parte de la estrategia comunicacional del presidente frente a la emergencia del coronavirus y está en la base de su actual liderazgo.

Leo con interés muchos análisis que tratan de explicar cómo ha conseguido Alberto Fernández instalar una figura confiable y con autoridad. Por supuesto que ello viene acompañado con esfuerzos de instalar o, en menos casos, impedir un liderazgo de largo recorrido y con apoyo masivo.

Aquí sólo se intentará situar las relaciones discursivas del presidente con algunos de los sistemas de intercambio mediático de los que participa. Más que establecer diagnósticos generales, se procurará entender líneas de posible recorrido post-cuarentena.

De ninguna manera puede minimizarse el dramatismo de la situación. La pandemia encuentra a la Argentina, otra vez, al borde del default, con moneda depreciada, luego de diez años sin crecimiento económico, pero con recesión profundizada, con un gobierno de coalición, recién elegido y en la que el presidente, Alberto Fernández, es quien tiene menos peso político propio.

En ese contexto, con riesgos recurrentes, de disolución de autoridad, en pocos días el presidente Fernández parece haber construido un espacio de autoridad y respeto que sorprende a propios y extraños. ¿Cómo pudo ocurrir ello? ¿Es el nacimiento de un nuevo liderazgo o un fenómeno de coyuntura que pasará pronto? Se dirá, alguien que puede reunir frente a una cámara, modositos hacia una cámara, a Perotti, Rodríguez Larreta, Kicillof y Morales, hace una demostración de poder que no se daba desde la breve presidencia de Duhalde. Pero en el caso del presidente provisorio sólo aportó a una permanencia lateral, no construyó un liderazgo indiscutible. Es verdad que Duhalde ya tenía un pasado, pero Alberto también lo tiene. 

Un contexto mediático en transformación

Siempre las pestes se contagiaron en red y, por siglos, la comunicación de su presencia amenazante se produjo también en red hasta fines del siglo XIX. Pero, desde ese momento, un fenómeno global como una pandemia (como un mundial de fútbol, como el 11 S) se difunde comunicacionalmente mediante pocos emisores construyendo para muchos receptores. Es un sistema que se descubre y causa preocupación con la radio en las primeras décadas del siglo XX y desde allí la denominación de broadcasting. En Wuhan, China, se produce un foco infeccioso, la OMS certifica su gravedad y los grandes medios construyen la noticia. A partir de allí, todos estamos en pandemia

Sólo después de esa instalación global, los usuarios de las plataformas mediáticas, Twitter, Facebook, Instagram, TikTok, Google, Youtube y WhatsApp, con sus diversas características y costumbres, comienzan a tejer la trama que, todos aceptamos, constituye a esta época. A ese modo de intercambio comunicacional, lo denominamos Networking: trabajo en red. ¿Por qué trabajo? Porque mientras para hacer un fenómeno televisivo importante alcanzaba con que contribuyéramos a su rating, si en estas plataformas y redes se quiere incidir se debe, al menos, megustear o compartir y si no, más aún, postear y/o comentar. Hay una mayoría de usuarios de plataformas que no hacen más que mirar, pero esos sólo sirven para que las plataformas justifiquen su valor.

Pero esa comunicación de los medios masivos y la de las plataformas no tienen vidas paralelas: la televisión y la radio se pasan el día mostrando tuiteos o videos de Instagram o YouTube, y las plataformas están llenas de comentarios sobre lo que dijeron políticos, periodistas o personajes famosos en los medios masivos. Lo propio de la época, al menos en el mundo de la comunicación política, es la convivencia y la interacción de ambos sistemas. A ese juego entre sistemas, lo denominamos con el término estrafalario de postbroadcasting, que nos recuerda que lo masivo no termina de irse, y que tal vez no se vaya nunca, y que las plataformas no terminan, o no pueden, ocupar ese espacio constructor de aldea global, ni siquiera dentro de un país.

¿Cuál es una de las debilidades de este sistema? A nivel global, el acuerdo general sobre la gravedad de la pandemia no impide que líderes considerados casi unánimemente con el mote descalificador de populistas de derecha, primero lleguen al poder y, luego, resistan políticas globales de confinamiento, promovidas por la OMS; al mismo tiempo, en ese nivel, lo chino y lo coreano quedan como alternativas poco comprendidas. En un nivel más local, más micro y, por lo mismo, difícil de extrapolar fácilmente a diversas sociedades y culturas, pero muy presente en la actualidad de nuestro país, está el fenómeno de esa especie de resistencia civil de sectores diversos, presentada como desconfianza en los datos y el poder de las autoridades y/o como las múltiples maneras de evitar las restricciones, progresivamente más rigurosas, sobre el confinamiento. Es decir, el sistema de interacción entre medios y plataformas, no consigue establecer un control general sobre la población, ni aún dentro de un país.

La posibilidad de controlar a la globalización, para bien o para mal, parece que seguirá a la deriva, pero ¿qué pasa en las realidades de escala más local? ¿qué pasa, por ejemplo, en un país como la Argentina, acá, en los confines de los confines? ¿Conseguirá Alberto Fernández, sostener y acrecentar este momento de relativo control que, sin embargo, no impide las resistencias que se registran en la movilidad en el espacio público y hasta en los caceroleos?

Por supuesto que habrá análisis económicos sobre las consecuencias de la crisis, sociológicos, sobre los resultados de la cuarentena y discursivos, sobre qué dijo o dejó de decir el presidente. Mientras que  Cristina Fernández de Kirchner fue una presidenta en broadcasting con las cadenas nacionales en el centro de la escena, el apoyo de artistas populares y una posición jerarquizada desde los balcones transmitidos a todo el país y Mauricio Macri fue un surfeador esperanzado en el poder de las redes, tanto las de las plataformas y sus denunciados ejércitos de trolls, como las de las visitas y encuentros con vecinos desconocidos.

Ttengamos en cuenta que para estas figuras públicas algo pasó con ello: por algo Cristina cambió su estrategia mediática en el 2017 y se puso en segundo plano desde el 2019 y por algo Macri terminó su campaña a los gritos tratando de imponer sus consignas en actos masivos televisados. Parece que ambos se vieron obligados a reconocer, para usar nuestra terminología, que no todo es broadcasting, que no todo es networking.

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Tres elementos en la emergencia pandémica

Como se ve, aun en esa descripción superficial, tanto a nivel macro, como a nivel micro, hay muchos aspectos fuera de control. No importa que lo denominemos como postbroadcasting, importa que comprendamos el contexto mediático en el que se mueve el presidente Fernández.

Al menos en el momento que escribo esto, la pandemia puede ser, o no, controlada; las pérdidas económicas serán desastrosas pero tal vez generen nuevas oportunidades de transformación; hará falta más Estado, pero estará basado en la emisión monetaria, mientras la innovación seguirá en buena parte en manos privadas;  las nuevas fronteras de la vejez, que se iban extendiendo hacia los 80 años, tenderán a retroceder hacia los 60, con desastrosas consecuencias jubilatorias y no hay indicios, al menos por ahora, que esta crisis genere mejores situaciones de género y ni siquiera, están disminuyendo los femicidios.

De ninguna manera creo que debe triunfar el pesimismo, pero no hay dudas que la situación está abierta a lo mejor y a lo peor, y parece que el único aprendizaje posible es el de manejar la incertidumbre.

En la realidad mediática local, en esta en la que se mediatiza la presencia presidencial, nos han llamado la atención tres series de fenómenos que se debe tener en cuenta en cualquier evaluación general de su desempeño mediático: la extensión e importancia de los paneles televisivos en la escena masiva informativa y política, la confusión en ellos, y en otros sistemas de mediatización, entre tipos discursivos como los de la política, el periodismo y el de las ciencias sociales y la sobrevaloración de Twitter como plataforma para la difusión y la discusión políticas. Seguramente hay más aspectos importantes, pero estos nos sirven para encuadrar ciertos aspectos del desempeño presidencial.

El panel televisivo informativo (uno entre los posibles paneles de nuestra TV), se diferencia de las tertulias informativas de, por ejemplo, la televisión estatal española, porque, si bien está enfocado en los grandes temas de cada jornada, no están compuestos exclusivamente por periodistas con firma e invitados, sino que presentan ciertos roles relativamente fijos además del de conductor; los podemos describir como actores fijos que representan fuerzas sociales: el economista liberal, el desarrollista nacional y popular, el dirigente peronista tradicional, el dirigente k, el artista comprometido, el abogado defensor de causas indefendibles, el dirigente radical o liberal, el referente de organizaciones sociales, el dirigente trotskista con poca incidencia electoral, los consultores y encuestadores que yerran en sus pronósticos y que, frecuentemente, no cuentan siquiera con datos. Si hay más, son pocos más. Un elenco bastante estable que rota entre paneles y canales.

El panel tiene su importancia por ser un género que sostiene algo de interés todavía en la televisión masiva, pero le comencé a prestar especial atención porque se destacó por su influencia (no necesariamente consciente) en las críticas que se hicieron a los debates televisivos de campaña presidencial en el 2019. Se pidió más panelismo y menos ‘debate racional sin discusiones fuertes’ cuando, desde el punto de vista de los manuales del buen debate, se cumplieron bastante bien los buenos preceptos. Es decir que, en nuestra televisión, buena parte del discurso político se ejercita y se evalúa desde el panelismo. Y son muy pocos los políticos o especialistas en algún tema que son invitados y sentados por fuera del panel, para recibir preguntas. Además, en el panelismo, se producen buena parte de los comentarios que luego las plataformas convertirán en tendencias, los tan temidos, cuando son negativos, trending topic.

El segundo fenómeno, que dentro del panelismo se observa claramente, es el de la confusión en el ejercicio de tipos discursivos, de modos de referirse y construir a la realidad, entre políticos, periodistas y consultores. Es un sistema complejo, pero se puede sintetizar en que los políticos (salvo los de partidos pequeños) diagnostican, los periodistas, muchas veces con indignación, proponen políticas y los consultores les dan terminología técnica validadora a esas discusiones entre políticos y periodistas.

Esa confusión de roles y discursos hace que el panel sea una gran máquina de construir conflictos pero que, cada vez más, esos conflictos estén alejados de los que sufren los sectores de la población que no tienen relación con esa capa cuasi-dirigencial que se reúne amablemente a discutir con virulencia. Así, primero se discute por sí o por no un confinamiento de cuarentena, o el pago de una asistencia social y luego, en otro panel, se descubre que hay grandes sectores de la población que no pueden permanecer en sus casas por falta de espacio o estallan las calles del confinamiento por millones de jubilados que quieren cobrar en ventanilla.

Los panelistas no tienen el conocimiento sofisticado del líder territorial, del dirigente sindical con relación con sus trabajadores, del religioso con inserción barrial, del cientista social que tiene conocimientos sobre hábitos y actitudes de todos los sectores de la población. Como mucho, serán consultados ante la evidencia de errores imprevisibles desde el panel.

Por último, y en esto con seguridad la Argentina se parece a buena parte del mundo occidental, está la curiosidad del sobredimensionamiento que tiene Twitter para el activismo político o cuasi-político y sus dirigentes o referentes. En realidad, este modo de dar pelea política no es un fenómeno de plataforma, es decir de nuevas mediatizaciones en red: quien más, quien menos, sabe que Twitter tiene entre cinco y seis veces menos penetración que Facebook y que sólo twittea el 20% de los usuarios. Se sepa o no, el Twitter en la política no puede ser considerado seriamente como importante por su networking, netcasting o como se lo denomine. Es importante por la repercusión dentro de los circuitos más o menos politizados.

Los tuits han reemplazado en buena parte, en los medios tradicionales y sus versiones on-line, a las fuentes directas y a los cables de agencia, las materias primas del periodismo de medios masivos. Por ello, las métricas de Twitter generan bellos grafos relacionales, pero no reconstruyen el proceso de construcción de sentido y se ha notado poco un rasgo clave: casi cualquiera puede conseguir, con un tweet escandaloso o destacado, una presencia en lo que queda de la masividad periodística, pero, si puede continuar interviniendo, aunque sea para defenderse, lo será, no por ese tuit si no por sus relaciones en el conjunto del sistema, si no, será reemplazado por alguien más importante o más famoso.

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Supongamos por un momento que esa descripción de los tres fenómenos del postbroadcasting fueran importantes e interactuaran entre sí. A ello se debería buena parte de dificultades estructurales de la gestión política: la de obtener espacio con un discurso político o técnico innovador, la imposibilidad de diferenciar propuestas, gestiones y evaluaciones de las mismas y, para no abundar, la de, por ejemplo, proponer y aplicar políticas de seguridad efectivas y no criminales.

Si se acepta este panorama relativamente extenso, veremos que, para comprender el éxito al menos momentáneo de Alberto Fernández, no nos hacen falta por ahora, ni muchos detalles lingüísticos, ni tomar partido en favor u oponernos a la noción de medios hegemónicos, ni a considerar los estatutos de propiedad de los medios; en realidad, esos niveles del sistema no se excluyen, entrarían en todo caso en una etapa posterior de análisis.

Un presidente en multimedia

Pues bien, ¿cómo consiguió Alberto Fernández en este postbroadcasting de feo nombre, que según nosotros resulta inoperante para transformar la política, instalar su palabra como diferente y respetada respecto de la pandemia?

Se insistirá con que quien consigue, como vimos, reunir en escenarios a referentes conflictivos del oficialismo con referentes de la oposición, ejerce un nivel de poder poco frecuente en la Argentina de los últimos años. Pero,  al menos la consistencia de ese poder de convocatoria parece más consecuencia que causa de los fenómenos discursivos que sostienen al presidente.

Por supuesto que debe haber más razones de éxito, pero hay dos al menos que parecen claves y que, como veremos, ninguno de ellos parece el resultado de una pura decisión estratégica, es decir que no necesariamente están previstos los pasos posteriores.

El primer rasgo, –que es atribuible, sea consciente o no, al área presidencia— es la constante actividad de Alberto Fernández de dar entrevistas a todos, y cuando se dice todos es una extensión muy amplia porque incluye todos los medios, todos los géneros en vivo, todas las plataformas, los propios y los contrarios, los serios y los sensacionalistas, lo políticos y los de espectáculos. Es decir, frente al formato en broadcasting de mediados del siglo XX de  cadena nacional + periodismo militante de Cristina  Fernández de Kirchner, y al de networking optimista sobre las redes y sus militancias, pagas o no, con pocas entrevistas individuales, de Mauricio Macri, Alberto Fernández es el primer presidente argentino en postbroadcasting y multimedia: televisión, radio, podcasting, diversas plataformas on-line lo muestran con su discurso, que se parece obtener consenso, a pesar de que en cada aparición, aun entre sus seguidores, se anotan errores (‘un gobierno de científicos’, ‘los idiotas que no entienden’, ‘las bebidas calientes antivirus’, ‘los empresarios miserables’, etc.) . Deben buscarse sus efectos positivos, entonces, fuera de la palabra sencilla y falible y más en el sistema horizontal.

El otro fenómeno que viene a cuestionar el espacio del panelismo como hegemónico en la discusión sobre la actualidad, es el de la presencia distinguida en los propios paneles, y en cada uno de ellos, de epidemiólogos e infectólogos, entre otras especialidades médicas, pero que, en el caso de ellos, ocurre que sus discursos científicos no se confunden en el magma panelista.

El lugar de los infectólogos es especialmente importante porque viene soportado por una de las grandes creaciones del discurso científico: la metodología estadística. Es muy interesante observar los rostros curiosos de los encuestadores panelistas frente al uso tan sofisticado de mediciones, cálculos y conclusiones relacionadas con datos que comparten los diversos infectólogos y epidemiólogos. Y todo lo hacen en un lenguaje sencillo, que hasta pueden entender los panelistas.

Esa presencia del discurso científico como una cápsula injertada en el furor panelista se sostiene en dos conjuntos de rasgos de origen muy diferente, pero con gran fuerza mediatizadora.

Por un lado, los infectólogos no negocian sus razones, que son las de la ciencia; entienden las inquietudes de los panelistas que se asimilan a la población, pero no aceptan dar aproximaciones, pálpitos, opiniones, falsas esperanzas, conflictos por pequeñeces, es decir, que hay un efecto de fuerza discursiva ajena a lo mediático.

Por el otro lado, y también con gran fuerza de mediatización, los individuos infectólogos, que sostienen esa consistencia discursiva como fuerza actancial de lo científico, todavía no han agotado la lista de actores posibles: aparecen en paneles y sus alrededores, infectólogos mujeres y hombres, [email protected], [email protected] y jóvenes, simpá[email protected] y antipá[email protected], elegantes y casi hippies: lo científico excede a lo individual trayendo un rasgo brutal de modernidad racionalista y sus complejidades, al caldo posmoderno que los paneles no pueden ni quieren consolidar. Y recordemos que, detrás de la bella frase de que “detrás de cada conteo de muertos hay personas”’ se esconde el cuestionamiento a entender cierta parte de los fenómenos sociales a través de lo estadístico.

Recién en ese nivel, para relacionar esos dos sistemas diferentes y ver si el discurso del presidente genera convergencia, registremos las tres frases que definen las insistencias presidenciales: “la gente antes que los mercados”, “la salud antes que la economía”, “sólo hago lo que me dicen los que saben y no los pícaros”. Éste último repetido en cada aparición, es el esfuerzo, consciente o no, de articular su comunicación horizontal, un puro producto posmoderno, con lo científico, uno de los rasgos fundantes de la modernidad, que resiste por ahora a fundirse en el panelismo.

Por supuesto que, en el universo del discurso político argentino (y tal vez sea algo propio del discurso político en general), esa presencia presidencial tienda, aun en sus detractores, a ser investida con un liderazgo absorbente y paternalista, al menos mientras la pandemia no se desborde.

Dos fenómenos que ocurren en nuestra actualidad, que no son exclusivas de lo local, ponen en evidencia las limitaciones de ese cruce antidistópico que tantas sugerencias brinda a nuestra actualidad.

Supongamos que el 40% de economía informal en nuestro país, -que cuestiona la capacidad de gestión del Estado, más allá de cada gobierno, sea de la tendencia que sea- esté constituido, por un lado, por sectores muy ricos informales y poco acostumbrados a respetar normas y, por el otro lado y mayoritariamente, por excluidos muy pobres. y que el Estado sólo controle a las capas medias, mayoritarias, pero no hegemónicas salvo en lo discursivo, y que es donde se registra sin dudas el éxito coyuntural del presidente.

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Si ello fuera aceptado como verosímil, se explicarían esos dos fenómenos paralelos, disruptivos sobre el poder del gobierno: la resistencia de sectores altos a siquiera respetar a la autoridad de aplicación frente al confinamiento, que frente a cualquier disgusto se expresan en caceroleos y la libertad que se toman los sectores bajos para seguir transitando el espacio público sin aceptar encerrarse en sus casas, desafiando el riesgo inevitable. Si bien en ambos sectores se realizarán ajustes de control, las dificultades del principio del confinamiento, son advertencias sobre conductas divergentes.

¿Cuáles son las respuestas que, desde el sistema político, incluido el presidencial, se están dando frente al riesgo de ese 40% irredento? ¿otra vez el panelismo como formato de intercambio y consolidación de tendencias y la actitud policial moralista en networking? No se trata de evaluar y ni aun de excluir completamente a esos recursos, pero parece que ambos sistemas de intercambio son ajenos al 40% divergente.

¿Qué caminos deben recorrer los sistemas de intercambio que recorra el presidente para comprender y sostener el estado actual de su éxito, y para agregar a sus intercambios a ese 40% divergente? De allí se podrá ampliar su éxito y el de sus políticas y, desde allí, comenzar a pensar un futuro más o menos gobernable.

Un camino presidencial adecuado a lo obtenido

El director del Hospital Fernández de la ciudad de Buenos Aires, institución con fuerte tradición en infectología, al ser preguntado sobre hace pocos días sobre ‘la situación catastrófica de la pandemia’ advirtió que todavía, la situación con la pandemia en la Argentina es apenas de emergencia, es decir, que todavía estamos lejos de la catástrofe.

Los que hemos investigado sobre comunicación de las emergencias y de las catástrofes, sabemos que son escenarios muy diferentes. Es decir, que todavía el discurso científico resiste la tentación panelista de confusión de sentidos y de estados.

Pero, seguramente el presidente, que consulta a los que saben, su equipo de gobierno y casi todas las fuerzas de la oposición, saben que hay consenso en que la situación post-coronavirus será desastrosa, tanto en términos de salud, como en términos económicos, sociales y aun cotidianos y afectivos.

Pocos días antes que en Argentina se declarara la cuarentena dura, los medios informan que “Macron declara la ‘guerra’ al coronavirus e impone un confinamiento casi total en Francia” (Perfil, martes 17-03-2020). Tal vez antes ya se venía usando, pero, a partir de allí, la idea de guerra al coronavirus entra en lo masivo global.

En primer lugar, contra lo que habitualmente se discute, el problema con la utilización de un término como ‘guerra’ no está en el propio término y sus resonancias, sino en los sistemas de intercambio mediático que abre o cierra. Por ejemplo, frente a la aceptación general de la propuesta científica acerca de la necesidad de información precisa y transparente, cuando se entra en guerra, la primera víctima es la verdad. Se dice que los médicos son soldados en esta guerra contra enemigos invisibles, pero posiblemente los médicos deberán ir a zonas donde se produzcan incidentes y ¿los enemigos seguirán siendo invisibles como los virus? Las fuerzas armadas aportan soldados que, por ahora, distribuyen alimentos a sectores que hemos denominado como irredentos: ¿los irredentos serán aliados de los soldados? Cuando el presidente insulta a irredentos que se presupone que pertenecen sectores altos, ¿señala cómo deben actuar las fuerzas de seguridad? ¿cómo frente a idiotas o como frente a enemigos? ¿y cuando en las plataformas, desde los que apoyan al gobierno se los trata de pelotudos y se los denuncia y escracha? ¿deberán actuar cyberpatrullas abordando trincheras?

Por supuesto que no se trata de ser antimilitarista o principista ingenuo en épocas de gravedad indiscutible. Pero la respuesta de los especialistas en comunicación en la coyuntura, no debería ser la de sumarse al coro moralista de la buena ciudadanía y/o apoyar o cuestionar acríticamente el discurso presidencial, repitiendo verosímiles previos, desde otras situaciones prepandemia. Menos por supuesto, desde la oposición, aprovechar los inevitables errores y derrotas que aparecerán aun frente a las medidas más racionales y consensuadas. Los científicos ahuyentan las catástrofes anticipadas, pero desalientan los optimismos triunfalistas.

No se trata de dar propuestas cerradas e improbables, pero, por ejemplo, si se pudiera usar a la estadística, no como herramienta confirmatoria, sino como modo de enfoque no naturalizado sobre la pandemia, se podrían armar escenarios creativos.

Como espacios comunicacionales entre el presidente solitario recorriendo el espinel mediático diverso y apoyado en la única certeza de los científicos, sería interesante experimentar que ocurre si en vez de hablar de guerra, se hablara de emergencia que anuncia una catástrofe; si no se establecen pautas narrativas entre ambas instancias, ejecutiva y científica, que generen expectativas destinadas a lo peor, si son cumplidas; si en vez de lo narrativo/argumentativo, que organizan una supuesta secuencia causal/temporal, destinada a alcanzar el sufrimiento, se utilizaran procedimientos en mosaico, clásicos de la comunicación masiva, del tipo ‘mientras ocurre lo terrible A’, se consigue el X’, así se generaría la posibilidad de construcciones ‘en estadio’, con aspectos positivos y negativos, fuerzas y debilidades, oportunidades y amenazas.

Y a lo que no debería renunciarse es a la presencia del presidente en sus recorridas multimediáticas y multigenéricas, sin dejarse ganar por cercos o racionalidades comunicacionales que no pueden contener el momento actual y su relación con el discurso científico duro, sin confundirse con él: por un lado, se gobierna y decide, por el otro se consulta, se apoya y se aprende.

La creatividad comunicacional debería enfocarse en cómo encontrar articulaciones innovadoras, no panelistas, entre el postbroadcasting y lo científico. El target, o los targets, deberían ser los diversos segmentos que seguramente hemos simplificado aquí, bajo el estigma de irredentos.

 

 

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