Se suspendieron los actos principales del 24 de marzo. Las Madres, las Abuelas, dejaron sin su presencia las Plazas de la Argentina. Un sabio temor, un cuidado colectivo, consiguió lo que no pudo el terrorismo de Estado. Dieron ejemplo frente a la represión. Otro tanto ahora durante la pandemia. Con el Estado como enemigo entonces. Ayer, codo a codo con el aislamiento ordenado-encarecido por las autoridades democráticas.

Faltaron muchedumbres, abrazos, vítores, cánticos, minutos de silencio. Se extrañó la confluencia de cuatro generaciones ocupando el espacio público. Pero se sostuvo el reclamo de Memoria, Verdad y Justicia.

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A partir del 24 de marzo de 1976 rigió el terror. No el estado de sitio, no un Código penal muy severo. Para la dictadura resultaba fundante paralizar, infundir pavor. Que no se supiera qué pena correspondía a cada supuesto delito, según el Régimen. Más aún, tampoco debía saberse qué era delito. Ciertas conductas o prácticas militantes, seguro. Otras, tal vez. Determinados libros o discos podían configurar un crimen aunque sin un Índex riguroso como tenía la Santa Inquisición. Llevar barba, pollera corta, amucharse, cantar en la calle o comer un helado caminando… quién sabe. La incertidumbre coadyuvaba al proyecto político militar, dejaba sin referencias. Una suerte de anomia controlada desde el poder político, si se admite la comparación.

La desaparición de personas redondeaba el círculo infernal. La ignorancia constituía a la vez una herramienta y un objetivo. Cuanto menos supiera el pueblo soberano mejor: desde los contenidos educativos, hasta la tele, hasta la suerte de las personas secuestradas por las Fuerzas de Seguridad. Aliados de fierro; los medios de difusión y un aparato publicitario mucho más sofisticado que las Juntas Militares. Escuchar ahora jingles, consignas, spots publicitarios corrobora que craneaban muchos talentos civiles por ahí. Como en el equipo económico, haciendo juego.

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Nuestras viejas, “las viejas” (que no lo eran tanto) les hicieron frente. Dando ejemplo, ocupando la Plaza de Mayo, comenzando un periplo de resistencia pacifista que perdura hasta hoy.

A partir de la recuperación democrática, en cada aniversario, las marchas sumaron adhesiones. Hasta 1996, el vigésimo aniversario, la conformaban Organismos de Derechos Humanos, familiares o amigos de las víctimas, personas politizadas. Desde entonces, in crescendo, se transformó en un hecho de masas, una cita, una comunión laica, un despliegue de ciudadanía.

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Sin el coronavirus, este martes las muchedumbres hubieran desafiado el calor que predominó en el vasto territorio nacional. Pancartas, redoblantes, grupos musicales. Decenas de organizaciones sociales, políticas, barriales, se hubieran dado cita. Un sinfín de demandas agregan contenido a la jornada de Memoria que sabe ser también de resistencia y afirmación. En los años recientes el movimiento de mujeres cobró un protagonismo formidable. Participan entroncando con la tradición de Madres y Abuelas, con lenguaje nuevo, desafiantes, creativas. Meten ruido, claman contra injusticias que llevan siglos, en formatos jamás vistos.

Los 24 de marzo, progresivamente, devinieron la contracara del proyecto dictatorial. La escenificación de demandas democráticas, yuxtapuestas, no siempre coordinadas.

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El discurso de los genocidas prodigó metáforas orgánicas o médicas, consustanciales a la peor derecha. Mutilar, extirpar, producir anticuerpos. La oposición o hasta la enemistad transformadas en sinónimo de patología. Un recurso más para privar de derechos al “otro”, para negarle condición humana.

Hoy en día la amenaza de la enfermedad dista de ser una metáfora perversa. El Covid-19 existe, pone en riesgo la salud de millones de personas. Combatirlo, en el plano sanitario, obliga a restringir libertades constitucionales. Así lo recomiendan la Organización Mundial de la Salud, médicos y científicos de variadas líneas de pensamiento.

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El Estado, el Gobierno legítimo que lo comanda, afrontan un desafío arduo. Construir un orden democrático de emergencia y transitorio. En algunas facetas más restrictivo que el sobrellevado por otras comunidades en épocas de guerra. Desalentar que la gente camine por su propio barrio, vaya a tomar solcito a las plaza, se ponga en malla en solárium improvisados en la mera calle. De nuevo, la dictadura tipificaba esas costumbres como delitos, imponiéndoles sanciones arbitrarias, terribles.

Ahora hay normas que regulan la cuarentena. Al Estado le concierne el deber de sancionar a quienes incumplen dolosamente las reglas del aislamiento sin violar otros derechos.

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La cordura popular impuso el criterio, los pañuelos blancos –confeccionados a mano, caseritos y familiares en su mayoría– flamearon en todo el territorio patrio. La resistencia y las manifestaciones populares se amoldan a las circunstancias históricas. Las Madres y las Abuelas –que ahora sí tienen muchos años— lo captaron y se colocaron a la vanguardia de la sensatez.

“Con vida los queremos” coreaban solas o casi solas frente al orden genocida. Con vida nos queremos comunicaron en otro contexto este martes, invictas en la reivindicación de los Derechos Humanos.

El recuerdo de los 30.000 se tramó de un modo extraño, único. De cualquier modo, siguen presentes. Ahora y siempre. Ahora y siempre. Ahora y siempre.

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