Las Madres de Soacha y Bogotá reclaman desde hace más de una década, cuando salió a la luz el escándalo macabro de los “falsos positivos”, ejecuciones extrajudiciales de civiles por parte de las fuerzas armadas para presentarlos como guerrilleros. Esta semana ese reclamo volvió a hacerse carne en las movilizaciones masivas que tomaron las calles colombianas contra las políticas de Iván Duque, y en repudio a las muertes de al menos 314 menores de edad en los últimos quince años, exhibidxs como “bajas de combate”.

El hijo de Doris Tejada desapareció el 31 de diciembre de 2007 en Soacha. Fue asesinado por el Ejército de Colombia el 16 de enero de 2008 y su madre aún lo busca en alguna de las fosas comunes que “enmoscan”, como describe Doris, los municipios de la región. Al hijo de Ana Páez los militares lo mataron el 5 de marzo de 2008. Con él tuvieron menos paciencia, se lo habían llevado el día anterior, aunque Ana lo encontró seis meses después lejos de Bogotá, donde sigue viviendo. La mañana del entierro, el sepulturero dijo que vio cuando lo subían a un camión del Ejército. Los que le entregaron el cuerpo le habían comunicado de mala gana que lo mató la guerrilla. Carmenza Gómez perdió a uno de sus hijos el 23 de agosto de 2008. Lo ejecutó la Brigada 15 del Batallón Santander. En febrero de 2009 le mataron al segundo, por querer investigar quiénes fueron los responsables de la muerte de su hermano. Cuando el joven fue a retirar el cadáver, en las fotos de reconocimiento había distinguido los rostros de otros vecinos de Soacha que permanecen desaparecidos, y ésa fue su sentencia de muerte.

Doris, Ana y Carmenza son referentes de Madres de Falsos Positivos de Soacha y Bogotá (MaFaPo), organización que denuncia los llamados “falsos positivos”, es decir las ejecuciones extrajudiciales de civiles durante el conflicto armado con las Farc, presentadas como bajas de guerrilleros caídos en combate por el entonces presidente Alvaro Uribe. Un informe de la Fiscalía general estima que hubo al menos unas 2.248 ejecuciones extrajudiciales entre esos años, pero el 97 por ciento ocurrieron entre 2002 y 2008, durante el primer y segundo mandato de Uribe. Según los cálculos de las Madres, las ejecuciones ascienden a más de diez mil personas. Remarcan que la impunidad que rodea a rasos y a altos mandos constituye la muestra más perversa del olvido y del perdón que impulsa el jefe de Estado actual, Iván Duque.

Según datos del Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses aportados esta semana al senador de Colombia Humana, Gustavo Petro, al menos 314 niñas, niños y adolescentes murieron en los últimos quince años en Colombia en supuestas operaciones de la fuerza pública, y fueron presentados como “dados de baja en combate”. Desde el 7 de agosto de 2018, cuando asumió la presidencia Duque, murieron 13 menores, ocho en agosto último, en un bombardeo militar contra disidentes de las Farc en Caquetá. “Colombia está hecha pedazos”, lamentan las Madres.

Cuerpos acumulados

“No olvidamos, no perdonamos, queremos memoria, verdad y Justicia”, reclama Doris. “Durante once años la investigación estuvo en la Justicia ordinaria, con nosotras obligadas a escuchar los testimonios de esos militares que contaban cómo mataron a nuestros hijos. Teníamos que permanecer calladitas, porque si no nos sacaban de la sala.” La imposición de silencio rigió hasta mediados de octubre de este año, cuando la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), a cargo de las causas, realizó una audiencia dedicada a escuchar a madres, esposas y hermanas de las víctimas, sin la presencia de los militares involucrados. Desde las 8 de la mañana del 17 de octubre pasado, las mujeres fueron presentando a la JEP reclamos comunes para que se llame a otros 52 implicados civiles y militares, a los ex presidentes Alvaro Uribe y Juan Manuel Santos, y al ex comandante de las Fuerzas Militares, el general Freddy Padilla de León, por su responsabilidad en los secuestros y asesinatos de jóvenes pobres de las periferias urbanas o de las zonas rurales, para la acumulación de cuerpos. “Ya escuchamos las versiones voluntarias de los militares implicados que declararon para que les rebajen las penas”, advierte María. “Ahora nos toca a nosotras participar de este proceso de investigación, señalar quiénes expresan verdades a medias, pedir la ampliación de testimonios. Queremos una comisión internacional de Justicia en Colombia que visibilice lo que estamos contando. Porque sabemos que la verdad es otra.”

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En esa jornada, la magistrada de la Sala de Reconocimiento, Catalina Díaz, declaró que “la audiencia fue pensada para honrar la centralidad de las víctimas que definió el acuerdo de paz con las Farc”. Hasta la fecha se presentaron unos 131 militares y se dieron 162 versiones voluntarias, pero las Madres de Soacha sostienen que las acciones institucionales no alcanzan cuando las medidas reparatorias son en realidad penas alternativas para los asesinos que menos mientan sobre las desapariciones y muertes. “Queremos un acto público donde los que realizaron esos crímenes nos pidan perdón. Ver arrepentimiento verdadero en sus rostros. Que entreguen las condecoraciones y el dinero que recibieron por cada asesinato” exige Ana, en referencia a los ascensos y el reconocimiento monetario por cada cuerpo abatido, en lo que consideran una de las mayores violaciones a los derechos humanos de este siglo en todo el continente.

“Y queremos que no nos falten más el respeto cada vez que nombran a nuestros seres queridos como delincuentes o alborotadores para volver a criminalizarlos y poder lavar sus culpas”, agrega Carmenza. “Nuestros hijos estudiaban y trabajaban, trataban de hacer su camino con mucho esfuerzo. Había una dignidad y un hambre de vida muy grandes en esos chicos, que los asesinos rompieron a pedazos cuando los secuestraron y los ejecutaron.”

Abrazos en lucha

Carmenza, Ana y Doris formaron parte de la comitiva acompañada por Colombia Humana para participar del 34° Encuentro Plurinacional de Mujeres, Lesbianas, Trans, Travestis y No Binaries en La Plata. Allí se fundieron en un abrazo histórico con Abuelas y Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora. “Necesitábamos conocer su experiencia de lucha por la reivindicación y la justicia que lograron. Fue un abrazo necesario de resiliencia, resistencia y amor”, celebran.

“Han sido muchas las tácticas que estas mujeres de Soacha y Bogotá tuvieron que librar para inscribir en la historia de América Latina el autoritarismo y la violencia de la que fueron víctimas”, remarca Yenifer Galindo, de Colombia Humana La Plata. “Se trata del amor maternal abocado a la lucha política y social como una de las herramientas más transparentes, coherentes y de gran enseñanza para la organización de los pueblos y sus resistencias frente a las violencias institucionales, el terrorismo de Estado y la violación a los derechos humanos en el contexto de gobiernos dictatoriales, autoritarios, neoliberales y extractivistas”. Y también de la primera vez que la organización visitaba la Argentina en el marco de una de las experiencias más emblemáticas del feminismo.

“Somos guerreras, por eso estamos aquí”, exclama Doris y levanta el brazo izquierdo donde el rostro tatuado de su hijo, Oscar Alexander Morales Tejada, parece tallar un músculo nuevo. Doris elige recoger las luchas del movimiento de mujeres de Colombia en las calles, en los puestos de trabajo y en las universidades: en esos espacios pudo deconstruir su mirada por un mundo donde las inclusiones no se bañan en sangre. “Estamos hechas para un arte muy particular, de saberes y solidaridad. Por todo esto que nadie ve llegaremos un día a gobernar este país también, porque los hombres acabaron con todo. Destruyeron las mejores cosas que teníamos. Siempre vivimos por debajo de ellos, siempre nos mandaron. Pero se acabó. Nos toca empoderarnos porque sentimos que podemos hacerlo y tenemos el derecho. En este momento las mujeres estamos alzando la voz.”

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Hoy MaFaPo está integrada por unas diecinueve mujeres que abarcan todas las actividades posibles de sostén y visibilidad. En su mayoría jefas de hogar, se ponen al hombro las tareas laborales, de cuidado y de reproducción cotidiana de la vida, otro debate pendiente hacia adentro de la organización de la que también participan hijas, sobrinas y hermanas. “Casi todas somos madres cabezas de hogar, muy pocas tenemos esposos, y los que hay están trabajando o no se quieren meter en esto, unos porque les da miedo, otros porque son machistas: no soportan tantas mujeres en una organización”, resume Carmenza. “Ahora bien, resulta que a nosotras no nos da miedo denunciar, o podemos ir a trabajar medio día y otro medio día dedicarle a la fundación, pero ellos no. A ellos no les dan permiso en los trabajos, en cambio a nosotras nos dan el permiso o nos vamos. ¿Nos echan del trabajo? Listo, hacemos tejidos, empanadas o arepas para sostener el hogar. Mientras que a ellos los echan y quedan de brazos cruzados porque no son capaces ni siquiera de lavar un plato. La verdad dicha: ésa es la situación de los hombres.”

Las demás ríen a carcajadas, aplauden ese manifiesto inesperado en la voz grave y pausada de su compañera. Atesoran una musicalidad capaz de transmitir alegrías y pesares en cuestión de segundos, como si todo el dolor derramado pudiera convertirse en una pulsión colectiva de vida. “No nos da miedo medirnos a lo que sea”, avisa Doris. “La unión hace nuestra fuerza y las mujeres unidas podemos hacer muchas cosas, no destruir. Somos constructoras.”

La verdad plena

John Nilson Gómez Romero, el hijo de Carmenza, creyó que la tierra se abría a sus pies cuando fue a reconocer el cadáver de su hermano Víctor en Ocaña Norte, de Santander, donde apareció muerto. Las fotos de difuntos que le fueron mostrando hasta llegar a identificar a Víctor eran de jóvenes de Soacha que conocía y de quienes sus familias nunca más volvieron a saber. Eran los que se habían marchado con promesas de trabajo y los que de un día para el otro dejaron de estar en el pueblo. Entendió, en un flashazo, que alguien los había captado engañados para después matarlos y desaparecerlos. “Salió de aquel reconocimiento y me dijo `mamá, aquí hay jóvenes que conozco. Hay que decirles a las demás mamitas que sus hijos no están trabajando sino que están muertos, enterrados en fosas comunes como si fueran animalitos´.”

Las amenazas no se hicieron esperar y a John le advirtieron que no metiera las narices donde no le importaba. “Que iba a aparecer con la jeta llena de moscas como su hermano”, recuerda su madre. “Pero no se estuvo quieto y en octubre de 2008 sufrió un primer atentado que lo dejó inválido. Cuatro meses después, cuando volvió a caminar, me lo mataron.” Hoy Carmenza tiene un “esquema de seguridad” estatal: dos escoltas, un auto, un chaleco antibalas, un celular y un botón antipánico. Ya no le mandan balas pegadas en panfletos anónimos, pero se juró no quedarse quieta. “Crié a mis hijos sola, fui madre y padre a la vez, todo con mucho sufrimiento, para que otros vengan y me los quiten así.”

A lo largo de estos doce años, no existe día que Doris no reclame por la aparición de su hijo. Oscar fue llevado con engaños junto con otros dos jóvenes, Herman Leal Pérez y Octavio David Bilbao. Se sabe que están amontonados en una misma fosa común del municipio de El Copei César, pero ninguno de los cuerpos hallados en las tres exhumaciones realizadas desde 2017 hasta este año son de algunos de ellos. “En esa fosa permanecen unos cien cuerpos sin identificar”, revela Doris. El lugar es un potrero sin protección ni perímetro de resguardo. En el último año empezó a construirse un barrio popular. “Lo grave es que están sacando cuerpos constantemente y vuelven a ponerlos en el mismo lugar. Hay una manipulación de esos restos. En mis denuncias siempre exigí que se preservara el lugar pero nunca lo hicieron.”

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Oscar partió de su casa en Fusagasugá a Cúcuta, donde lo esperaba el hermano menor, empleado de una pizzería. El 31 de diciembre de 2007 a las 11 de la noche fue la última vez que se comunicó con su madre. “Tenía 26 años, era soltero, responsable y hermoso. Cantaba música de Vicente Fernández, no le hacía daño a nadie y dejó un vacío muy grande. Seguir en esta lucha es seguir nombrándolo, porque la memoria no puede morir.” Ana Páez asiente. Después de seis meses de búsqueda encontró el cuerpo de su hijo en Cimitarra, Santander. Le dijeron que había muerto como guerrillero, en combate con el Ejército. “Era padre de tres hijos, terminaba la carrera de Derecho y no lo dejaron volar”, susurra. Su causa se tramitó en Bucaramanga y cuando finalizaron los dos años y medio de audiencias, fueron condenados el Ejército nacional, el Batallón 42 de esa ciudad, ocho oficiales y soldados rasos, con penas de 20 a 48 años de prisión. “Pero ahora se acogieron a la JEP y los absolvieron. Ya no sabemos si la Justicia para la Paz nos sirve a las víctimas o si este nuevo proceso hizo retroceder diez años de búsqueda.”

Querían positivos para mostrarle al mundo que estaban acabando con la guerrilla, concluyen las mujeres. ¿Pero quiénes fueron los autores y quiénes impartieron la orden? “En las audiencias, los altos mandos declararon que participaron en esas muertes, que se les pedían ríos de sangre, y aún no sabemos quién dio la orden”, responde Ana. “Los hicieron pasar por guerrilleros, les pusieron uniformes nuevos y botas sin estrenar. Lo que sí sabemos es que a los culpables los condenaron para soltarlos. Ellos gozan de libertad y nosotras seguimos llorando. Hoy pido la cabeza de Uribe porque sé que él tiene que ver con todas estas muertes, y la de Juan Manuel Santos, que también es responsable porque era el ministro de Defensa.”

Durante años se intentó enmarcar las causas judiciales como parte del conflicto armado. Cuando esa versión se hizo insostenible, el Gobierno instaló otra acerca de jóvenes de zonas marginales que se habían ido de sus casas para cometer delitos. Les llevó mucho tiempo a las Madres lograr que los poderes Ejecutivo y Judicial reconocieran en esos asesinatos uno de los conflictos institucionales más graves en la historia del país. “Fueron crímenes extrajudiciales del Estado. A nuestros muchachos se los llevaron porque iban a matarlos”, repite Carmenza. “Les quitaron sus documentos, los arrojaron en fosas comunes para convertirlos en NN. Uribe necesitaba las bajas para mostrarle al mundo que se estaba acabando la guerra en Colombia. Ofreció recompensa por cada guerrillero que mataran. Hoy manifiesta que no tiene la culpa. No nos importa, exigimos que se juzgue a los que ordenaron las ejecuciones y buscamos garantías de que estos asesinatos no volverán a repetirse. No queremos los mausoleos que nos ofrecen, queremos la verdad plena.”

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