No tienen mucho que proponer pero deben salir a dar pelea. Mientras los spots se centran en los mantras de siempre, los que se la juegan son Pichetto y Bullrich, la xenofobia y la represión. La campaña de la sonrisa y la  mano dura.

Macri usó las redes para invitar a una marcha que más bien parece un picnic, al punto de arrancar en un lugar bastante ajeno a la política como lo son las Barrancas de Belgrano. Se destacan, al viejo estilo de Cambiemos, lo vecinal, lo personal, lo festivo (el presidente aparece sonriendo en su tuit) y la gestión. Seguramente, el levantamiento de las vías y la construcción de una estación de trenes ultramoderna en la altura es de las obras más espectaculares. Pero así no se da pelea, simplemente se reafirma una identidad con la fe casi religiosa de que volver a las fuentes –que tienen que ver casi totalmente con las actitudes, de allí el reflotamiento del un tanto olvidado “Sí se puede”- permitirá reeditar los triunfos de ayer.  Lo mismo ocurre con el spot televisivo, donde se apela a una forma de ser (Somos) y no a una identidad política. Hasta tal punto que no hay imágenes ni de Macri ni de Pichetto. La idea es bien simple y alguna vez fue efectiva, no es a un candidato a quien se vota sino a uno mismo. No deja de ser llamativo que en el spot no hay morochas ni morochos. Los protagonistas y destinatarios son la clase media, de la cual el macrismo pretende ser el abanderado como comprueban los dichos presidenciales ;:”hay que cuidar los ahorros de la clase media”.

Pero a la hora de los bifes, del trabajo sucio, la campaña oficialista quedó a cargo de dos ex peronistas: Patricia Bullrich y Miguel Ángel Pichetto. Que entre otras cosas, comparten la adustez y la decisión de decirse lo que venga. Ella es apenas una ministra de un área que no es estrictamente política –como lo pueden ser Interior, Relaciones Exteriores o Hacienda. Él no forma parte orgánica del gobierno, no ocupa ningún puesto. Sin embargo, se están ocupando de una operación de demolición de los adversarios y de formular promesas donde ya no parece haber ninguna. Pichetto se calza los guantes de boxeador y quiere que Cristina se suba al ring al tiempo que descalifica cualquier forma de protesta social con fórmulas que tienen algo de publicitarias (en el sentido de buena fuerza retórica y que no quieren decir demasiado), como aquello de la “multinacional del cartón”. Lo que expresa todo el tiempo es que no apoyar a Juntos por el Cambio es necedad o mala intención. Sus palabras no admiten discusión. Contestando a la pregunta de por qué no se habían tomado antes medidas como la anulación del IVA a algunos productos de la canasta familiar, dijo que “esto no es un análisis para andar viendo por qué no se hicieron las cosas”. Se supone que ese autoritarismo va a sumar votos. Con menos destreza retórica y más torpe en sus enunciados, Bullrich trabaja en el mismo sentido y pasa muy rápido de la caracterización de determinadas situaciones a la amenaza. De una forma o de otra, los dos demuestran que lo que se puede prometer es más represión y más rápido. Y ese discurso no se ha desgastado y logra llegar a sectores importantes de la sociedad que van endureciendo sus dichos y actitudes, como puede leerse en los comentarios en los diarios, las redes sociales o en la amenaza del ex funcionario del SENASA de dispararle a cualquiera que estuviera pegando carteles de Kiciloff.

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El resto del elenco cambimieta brilla por su ausencia. Carrió, quien supuestamente iba a ponerse al frente de la campaña –y en ese rol fue ungida en la reunión de gabinete ampliado que se celebró en el CCK- se fue quedando atrás por sus boutades (como aquello de que “menos mal que se murió De la Sota”) y un abuso del recurso a las conspiraciones. De todos modos, a diferencia de Pichetto y de Bullrich ella no pudo ir nunca más allá de la denuncia y con esa estrategia se perdieron las PASO. Le guste o no, por más que promueva un optimismo de cartón pintado, la derrota le toca también a ella. El senador llegó tarde a la campaña y la ministra se mantuvo al margen. Así pudieron resguardar el invicto de su quinta. E incluso hacer promesas a contramano de la política oficial, como cuando Pichetto dice que de ganar el oficialismo no habrá más ajuste, al tiempo que anuncia el final de los planes. El gobierno no parece recorrer esos andurriales. Estas diferenciaciones son un síntoma de que no hay una campaña unificada y todo queda librado a lo que se le ocurra decir a cada uno cuando tenga un  micrófono a mano.

Por otra parte, en cuanto al PRO genuino, siempre fue un partido de monjes negros (notablemente Frigerio y Marcos Peña) y el propio Macri nunca fue un dechado de carisma. Pocas veces intentó salir de ese lugar de eficiencia gris y metódica que lo llevó a la presidencia. Hasta que fue coacheado para el lado de la bronca y el exceso. Aquello de “estoy caliente” y el tan mal sobreactuado “No se inunda más”. Hoy, esa actitud que marcó el día posterior a las PASO –aunque sin tanto griterío- ya no sirve. Tiene la cancha marcada por extraños pero también por propios, de Fernández hasta Vila. La emergencia alimentaria funcionó como una trampa para el oficialismo. Votarla implicaba aceptar que hay hambre y, en consecuencia, su propio fracaso, negarse a hacerlo los colocaba en el lugar de los insensibles a los que no les preocupan las penurias de la gente. La emergencia alimentaria fue una demostración de que ya no manejan la agenda, que los temas se les vienen encima. Todo este proceso no es un obstáculo para que Pichetto y Bullrich sigan diciendo que no hay hambre. Ellos sostienen una agenda a rajatablas, pase lo que pase, proponen un país con exclusiones donde se reduzca todo lo que se pueda la ayuda social y donde la línea rectora sea el orden. Bolsonaro sin discriminación sexual–de la racial se ocupa el senador. Al menos por ahora. Pero Bullrich sigue el manual de instrucciones al pie de la letra, gatillo fácil, todo el poder a las fuerzas de seguridad y garantía de impunidad para los hechos de justicia por mano propia. La represión no es solo brasilera.

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Por su parte, Alberro Fernández, más allá del spot de campaña que, como corresponde a un triunfador, no ofrece demasiadas novedades no entró todavía en modo campaña. Por ahora se maneja con encuentros personales (como con Galperín), con reuniones sectoriales, como la que tuvo con científicos en la Facultad de Ciencias Exactas, o estableciendo relaciones con figuras del exterior. Ha abandonado el papel de opositor, no comenta la realidad salvo ocasionalmente y como cuando va a los medios le preguntan siempre lo mismo, no genera demasiadas novedades, no ofrece un flanco contra el cual luchar. De hecho, nadie del oficialismo se ha tomado el trabajo de discutir ninguna de las propuestas de Alberto, ni el acuerdo social, ni el incentivo al mercado interno. No discuten proyectos porque no tienen ninguno qué ofrecer. En ese clima, el Frente de Todos se centra en aquellos lugares donde todavía hay algo que ganar, sobre todo la ciudad de Buenos Aires donde el respaldo partidario a Matías Lammens es cada vez más intenso.

Este vacío es un serio problema para el oficialismo porque no tiene con qué llenarlo y no le queda más que rezar que el precario tinglado económico no se termine de caer a pedazos. Frente a este estado de cosas, la línea es un optimismo fingido, voluntarismo a full, mostrar de algún modo que la batalla no está perdida. Para eso hace falta gente en la calle, el libreto que bajó Brandoni. Cualquiera sea el resultado de estas convocatorias, lo que queda en claro es que Cambiemos ha renunciado a la política. Lo cual compromete su futuro como fuerza opositora. De eso se están ocupando esos peronistas que han aprendido que cualquier causa –no importa su justicia ni su verdad- se defiende con todos los recursos, los lícitos y los otros. Y pareciera que se les ha cedido ese lugar porque en definitiva la convicción es que solo con ellos, con su xenofobia, su punitivismo a cuestas, hay algún lugar seguro donde encallar.

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