El movimiento dejó una estela poderosa que abrió brechas de debates y cuestionamientos sobre la economía, la solidaridad colectiva y las fallas de la democracia.

Ya no importa saber si son muchos o pocos, si llegan a 50 mil o a apenas unos miles. Los chalecos amarillos se han metido por todos los intercisos de la sociedad y la habitan de forma expandida, más allá de las cifras de sus movilizaciones, los relatos de sus divisiones o la contra propaganda del gobierno y los medios que, con todas las artimañas, intentan expulsarlos de la escena social a través de procesos groseros y violentos de deslegitimación. El movimiento que surgió a mediados de noviembre de 2018 es una pesadilla de un solo color. Este sábado, en lo que fue el acto número XXV de su irrupción callejera, el movimiento reunió en París no más de 2000 personas. Pero el impacto de esa estrecha presencia callejera testimonia una suerte de tensión que rodea todo lo que ocurre en torno al color amarillo. Primero fueron un enigma social, luego un desafío al poder, después un dolor de cabeza político y un cuestionamiento de la desigualdad arraigada en el sistema liberal, más tarde una exigencia de renovación institucional y de justicia fiscal, al fin, un fenómeno cultural a través del cual se interrogan todas las injusticias pasadas y presentes de los liberalismos que gobiernas al mundo. Aún no pasó a la historia y, no obstante, el movimiento amarillo vive en un tiempo presente que se prolonga y ha atraído detrás de él una extraordinaria producción de libros, artículos y ensayos. Es hoy un vasto territorio de papel surgido desde el fondo de un país al que se creía “indiferente” ante la política.

En el libro Le fond de l’air est jaune (El Fondo del aire es amarillo), el periodista Joseph Confraveux (Mediapart) pone de relieve una dimensión fuera de lo común: durante los últimos 30 años de luchas sociales y movimientos de todo tipo, nadie logró instalar en la sociedad el tema de la “injusticia social”. Los chalecos amarillos sí. Se han convertido en una suerte de subconsciente que desvela a quienes tratan de presidir los destinos colectivos de Francia. La presidencia de la República y el gobierno llevan seis meses diseñando respuestas para contener la bronca de esa Francia que no ha perdido su encono hacia el poder. Desde diciembre de 2018, cada paso del poder sigue las huellas amarillas. A finales de abril, el presidente Emmanuel Macron inició un proceso de descontaminación de la imagen que lo persigue desde mayo de 2017 y cuyos rasgos fueron acentuados por los chalecos amarillos. Una suerte de presidente Rey que todo lo hace, todo lo puede y todo lo controla. Macron decidió “compartir” con el primer ministro Edouard Philippe la implementación de las medidas que el mismo Macron anunció unos días antes como resultado del “gran debate nacional” que el macronismo inventó como fórmula para apaciguar la revuelta amarilla cuando esta se encontraba en su máximo nivel. Todo empieza de amarillo y termina con el mismo color. Emmanuel Macron animó en persona ese debate al cabo del cual reconoció que en el país existía “un profundo sentimiento de injusticia fiscal, territorial y social. Y hay que darle una respuesta”. El mandatario decidió mejorar las jubilaciones y bajar los impuestos. No se sabe aún de donde sacará los 5000 millones de euros que ese recorte fiscal implica pero lo cierto es que es una de las respuestas directas al malestar que originó el volcán de los chalecos. Aunque las manifestaciones amarillas de los sábados atraen cada vez menos gente, estas se han institucionalizado y convertido en un “termómetro” al que se consulta como un oráculo. El movimiento dejó una estela poderosa que abrió múltiples brechas de debates y cuestionamientos sobre la economía, las finanzas, la fiscalidad, la democracia, la justicia social, la solidaridad colectiva, la igualdad, los medios de comunicación, las redes sociales, las fallas de la democracia representativa y los muchos mecanismos de sumisión de que cuenta el poder. El llamado “sistema” recibió un golpe de tales magnitudes que, incluso si no perdió el combate, sigue en medio del ring aturdido por los golpes.

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Hace un par de días, el diario Libération publicó una columna firmada por más de 1.500 actores de la cultura en respaldo a la revuelta amarilla. Bajo el título “Chalecos amarillos, no nos engañamos”, actores, periodistas, científicos, escritores, dibujantes y guionistas escriben que no sólo se trata de un fenómeno “sin precedentes” sino, también, de que los chalecos amarillos constituyen “un movimiento que el poder quiere desacreditar y al que reprime severamente cuando, en realidad, la violencia más amenazadora es económica y social”. Los “chalecos amarillos somos nosotros”, escribe este grupo. Los firmantes impugnan de forma muy firme el extraordinario arsenal legislativo y policial con el que el macronismo se dotó para reprimir a los chalecos amarillos y, por añadidura, a todo aquel que se le ocurra manifestar. Los autores de la columna estiman que esa represión “pisotea nuestras libertades individuales”. Basta con salir a la calle con los chalecos para comprobar la exacerbación y la violencia desmedida con la que actúa la policía. De los palos y los gases, en París, no se salva nadie: hombres o mujeres, jóvenes o de tercera edad, sanos o minusválidos, todos han vivido el violatorio privilegio de verse insultados, agredidos o maltratados por la policía. Y los que fueron arrestados incluso de forma injustificada, con falsas acusaciones policiales, experimentaron la justicia parcial y expeditiva de los tribunales de “comparecencia inmediata”.

El poder vive aún bajo el influjo amarillo, tiene miedo e incurre en una suerte de exceso autoritario que termina por empanar la ética democrática de la cual el país se prevalece ante el resto de los mundo. Sin buscar ese objetivo, los chalecos amarillos mostraron todas las contradicciones de las democracias modernas: desde su desigualdad de raíz, hasta su autoritarismo armado cuando se trata de reprimir y criminalizar a los movimientos sociales. Esa violencia, sumada a la que desparraman los Black Blocs y otros extremistas, fueron poco a poco adquiriendo el protagonismo de las marchas amarillas. Por ello, los autores de la columna publicada en el matutino Libération invitan a renovar la apuesta para resurgir: “utilicemos nuestro poder, el de las palabras, el de la música, el de la imagen, el del pensamiento y el del arte para inventar un nuevo relato y apoyar a todos aquellos y aquellas que, desde hace meses, luchan en las calles y las rotondas”. Los chalecos amarillos ganaron una batalla objetiva y subjetiva substanciales: empujaron al poder a reflexionar, a trastornar su agenda, a mirar hacia la gente. Luego, reinstalaron temáticas de autonomía, de libertad y de justicia que parecían enterradas. Entonces no importa cuántas personas manifestarán cada sábado. Los chalecos amarillos han impregnado toda la sociedad. Llegaron a ese cielo influyente donde viven los poderes inmateriales.

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