A falta de pan, buenas son ventas de esperanzas. Lo de siempre en Cambiemos pero esta vez dicho en voz bien fuerte y cara de enojo. Macri habló como para que quede en claro que los únicos buenos son ellos y que se viene una campaña a pura agresividad.

Abundaron los datos incomprobables, las falacias lógicas, mentiras evidentes, escamoteos de algunas realidades palmarias, reiteración de los mantras de siempre (verdad, el mundo nos apoya, variantes del “pasaron cosas”, etc.), algún lapsus como lo del “apoyo del narcotráfico”, las infaltables cartas que recibe. Un solo anuncio concreto (el incremento en la AUH, en realidad un adelanto del aumento ya previsto, por debajo del aumento de la canasta familiar), dicho sin mayores explicaciones, poco énfasis y convicción al borde de cero. Nada que no pudiera imaginarse de antemano.

Lo sorprendente, lo inesperado fue el nivel de violencia del discurso, no solo en ciertas frases como, casi al final, cuando dijo: “Se construían enemigos ficticios, apelando a un nacionalismo cobarde que evitaba hacerse cargo de los problemas domésticos. Se profundizaba nuestro aislamiento y el mundo nos daba la espalda.”  A eso se agregan las alusiones al “fin de la impunidad” y la permanente comparación entre lo se pintó como el desastre de 2015 y las esperanzas que asoman en el horizonte a pesar de las dificultades, gracias a las decisiones del gobierno.

El tono fue de batalla, incluso en los momentos en que habló de cuestiones más técnicas y despachó cada interrupción con un tajante “esto habla más de ustedes que de mí”. Hubo tonos altisonantes, expresiones desencajadas, poquísimas sonrisas como si no hubiera el menor resquicio para distenderse.

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Ha señalado con acierto Daniel Cecchini que fue un claro discurso de campaña. Muy trabajado, por cierto, para darse cuenta alcanzaba con ver los gestos de bastoneo de los aplausos por parte de Michetti desde la mesa y de Marcos Peña desde la bancada. Aplausos, por otra parte, que sonaron poco afinados en relación con lo que se decía y un poco demasiados. Algo claramente premeditado, pese a lo que diga La Nación que salió a decir que fue una respuesta a la agresión de los kirchneristas. Macri se ha bancado rechiflas y abucheos con otra tranquilidad.

Mucha agresividad, mucha, mucha descalificación no solo –previsible- del kirchnerismo sino de cualquier forma de oposición. Al punto de incluir (probablemente de manera involuntaria) a sus propios aliados radicales que durante los 70 años de decadencia –aludidos varias veces- ejercieron el poder en tres oportunidades sin contar sus aportes de funcionarios a los gobiernos de facto.

Hay una forma de agresividad cambiemita que podríamos catalogar como CEO-evangelista que Macri practicó bastante en los primeros tiempos de su gobierno y que consiste en desearle al otro que le vaya mal porque esa es la forma de que le vaya mejor. Por ejemplo, cuando se congratulaba con la idea de que los despedidos del Estado, ahora liberados de un trabajo rutinario, pudieran encontrar la felicidad. Otra forma pasa por plantear que lo que lo preocupa a los demás carece de importancia (el famoso te la debo). Hasta ahora el presidente jugó a ser Isidoro Cañones, se ha disfrazado de médico, ha contado chistes a funcionarios extranjeros y se ha mostrado habitualmente distendido. (Pareciera que ese estilo ya no conviene a la hora de tanta crisis y los asesores de imagen aconsejaron un radical cambio de actitud)

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Otra forma de agresividad pasa por convertir al otro en objeto, como el caso de las planillas Excel de Aranguren. O la descalificación de opiniones e ideas contrarias a las propias por la pertenencia política de quienes las enunciaban. Una especie de contaminación de un foco infeccioso, que podría llamarse Kirchner o Venezuela. Alguna vez se le escapó a Macri la metáfora médica.

Pero todo esto sucedía casi siempre en un tono menor. Una especie de cinismo bajas calorías.

En el discurso de apertura de las sesiones todo cambió y si pensamos que fue el comienzo de la campaña valdría hacerse dos preguntas. La primera es si ese es el tono que se busca imprimir a la campaña. Todo parece indicar que sí. Fue evidente que todo estaba muy pero muy ensayado al punto que fueron poquísimos los furcios y escasos los tropiezos con la lengua habituales cuando habla el presidente. Es decir que hubo una intensa preparación que incluyó, el día anterior, una foto con todos los legisladores de Cambiemos con la arenga de rigor de no cejar en el optimismo.

La otra pregunta es un poco más complicada. ¿Por qué imprimirle ese tono a la campaña? Aquí caben por ahora las especulaciones. Llama la atención que de pronto Clarín y La Nación hayan dejado de publicar encuestas, cuando hasta hace un tiempo lo hacían un par de veces por semana. No sería raro que las cifras fueran demasiado preocupantes para el gobierno. Algo parece haberse quebrado en la relación población-oficialismo. Probablemente consecuencia del ahogo y de la incapacidad –demostrada el viernes- de anunciar algo que permita pensar en alguna mejoría. Cuando los funcionarios dicen esa verdad de que todo está mal, callan otra verdad, que es que así de esta situación no se sale. O, directamente, que no hay voluntad de salir porque la situación no es más que la esperable ante un plan económico como el actual.

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Una de las salidas a esta encerrona es pegar cuatro gritos, enojarse, demostrar que se está de pie. Imposible no recordar cuando Mariano Grondona le pidió (ordenó) a De la Rúa que golpeara la mesa para demostrar no sólo autoridad sino, sobre todo, que tenía la situación bajo control. Puede que la violencia discursiva, con coachs más actualizados mediante, vaya en el mismo sentido.

Pero hay otra cuestión. Si este va a ser el clima de la campaña, podría suponerse que la represión será cada vez más intensa y que se atenderá menos a razones que no sean las propias o las del FMI. Por eso este discurso rabioso puede ser el anuncio de tiempos más oscuros. Sería de esperar que la oposición o las oposiciones encuentren la mejor forma de contrarrestar una violencia que no se presenta solo como palabrera.

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