Para mí y para muchos otros becarios doctorales del Conicet, este Año Nuevo será recordado como uno de los peores de nuestras vidas. Por culpa del ajuste que el Gobierno lleva a cabo en el área de Ciencia desde su asunción, nos enteramos a última hora del último día hábil de 2018 que no se nos otorgarán las becas posdoctorales gracias a las cuales podríamos continuar con nuestras investigaciones al menos dos años más. Más allá de las carreras personales truncadas, quisiera explicar rápidamente en qué consiste la gravedad del asunto.  

Hasta antes de que comenzara este ciclo político del horror, quien hubiera completado su doctorado en tiempo y forma tenía (casi) la garantía de obtener la beca posdoctoral, lo cual es bastante razonable si se tiene en cuenta que es prácticamente la única manera de investigar en nuestro país, y que el desarrollo científico y tecnológico estaba convirtiéndose, lentamente, en una política de Estado. Este año, según los propios datos del Conicet, el 55 por ciento de los postulantes fue rechazado. La situación es tanto más grave cuanto que todos los aspirantes tienen méritos académicos extraordinarios, insólitos para el bajísimo nivel de los estipendios y las dificultades que existen para investigar en el país. Haciendo una proyección rápida: si el año que viene pidieran la beca todos los que terminarán su doctorado, junto a todos los que quedamos afuera ahora, el porcentaje de rechazados aumentaría al 70 por ciento. Es de esperar que eso ocurra.

La justificación para desaprobarnos no es que no hayamos alcanzado las expectativas con nuestros antecedentes sino que no hay plata. Y, de hecho, es algo que explícitamente reconocieron las autoridades del Conicet cuando, en la Mesa de Becarios del jueves 10 de enero, dijeron que aumentar la cantidad de investigadores no es parte del proyecto político vigente, lo cual, de paso, va en contra del compromiso asumido en el Plan Argentina 2020, que preveía un aumento de la planta a razón de un 10 por ciento por año. 

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Pero el problema no es solo para los investigadores: la crisis universitaria también se agudizará, puesto que la ciencia y la educación superior funcionan como un entramado. Esto ocurre porque casi no hay concursos para cargos de dedicación exclusiva en las universidades nacionales, por lo cual muchas de ellas suelen sostenerse sobre el trabajo de jóvenes doctorandos y posdoctorandos que adicionan, a su magro estipendio como becarios (de alrededor de 20 mil pesos), el aún más magro estipendio de una dedicación simple (de 6500 pesos). 

Para nuestra generación, la de quienes tenemos entre 25 y 35 años, el financiamiento del Conicet es la condición de posibilidad imprescindible para investigar en Argentina y, por extensión, para enseñar.

Al haber menos becas, hay menos jóvenes investigadores que pueden seguir su carrera científica en el país. Como consecuencia inmediata, se cierran líneas completas de investigación y los jóvenes emigran, que es lo que está ocurriendo actualmente. Un poco más a mediano plazo, se dejan de estudiar carreras científicas porque no ofrecen ninguna salida más que Ezeiza. Los docentes de universidades o bien empeoramos, porque tenemos menos tiempo para investigar aquellos temas que enseñamos, o bien dejamos de dar clases, porque es un trabajo tan mal pago que se vuelve insostenible sin otro sueldo que permita llegar a fin de mes. En este círculo vicioso, el país se empobrece material y culturalmente. Así, el Gobierno opta por destruir una de las mejores herramientas que existen para salir de la pobreza estructural, expulsando a cientos de jóvenes de antecedentes brillantes en cuya formación invirtió al menos 15 años. 

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Y no se trata un error de cálculo: es parte del plan. Hace unos días Alberto Kornblihtt, uno de nuestros más queridos y reconocidos investigadores, dijo que “el Conicet es un barco sin timón que está subsistiendo a la muerte”. La metáfora, creo, no es exacta, puesto que incluso un barco sin timón puede llegar, como resultado del capricho del oleaje, a buen puerto. El sistema científico nacional es, hoy en día, un barco conducido por un capitán que desprecia la importancia de lo que transporta y que se encamina deliberadamente, con convicción suicida, al iceberg que definirá su hundimiento. Es imposible convencerlo de torcer el rumbo, porque la dirección de su viaje está establecida en un mapa definitivo que talló en piedra en el mismo momento en que asumió la conducción, y que, por supuesto, no tiene intenciones de modificar.

No queda otra alternativa que reemplazar al capitán. Hagamos lo posible para que eso ocurra este año.

* Becario doctoral del Conicet, docente en Universidad Nacional de General Sarmiento, divulgador científico.

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