Apuntes sobre treinta y cinco años de democracia, Estado de derecho y cosas por el estilo. Desde el 10 de diciembre de 1983 al tercer año del gobierno macrista.

La anécdota quedó perdida durante décadas, pero recordarla en un aniversario del 10 de diciembre de 1983, y posicionándose en ese contexto, no deja de tener un gusto a épica y signo del cambio de los tiempos: Raúl Alfonsín había hecho un alto en la campaña para viajar a Chile, cuando se estaban por cumplir diez años del golpe de Estado. Entabló buenas relaciones con los dirigentes que habrían de formar la Concertación, en momentos en que, tras una década de pinochetismo, el Partido Comunista decidía pasar a la lucha armada vía el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Alfonsín ganó e invitó a su asunción a los dirigentes opositores, encabezados por el demócrata cristiano Gabriel Valdés. Por una cuestión de protocolo, estaba invitado el embajador de la dictadura de Pinochet. Aquel 10 de diciembre, a las once de la mañana, cuando Alfonsín ingresó para recibir los atributos de mando de manos del general Bignone y enterrar la era del golpismo en la Argentina, entre medio de los embajadores y jefes de estado estaban Valdés y sus compañeros de la incipiente Concertación, mientras que el embajador fue sentado en la última fila. La nueva democracia elegía a sus aliados. Treinta y dos años más tarde, Mauricio Macri juró en el Salón Blanco rodeado, entre otros, por Mirtha Legrand y Susana Giménez. El presidente menos afecto al ámbito intelectual desde el 83 elegía sus interlocutores como buen producto del menemismo, del que es tributario. Mucha agua había pasado bajo el puente entre la recuperación democrática por excelencia en la América Latina de los 80.

Democracia nueva, economía en crisis

“Con la democracia se come, se cura y se educa”. El mantra alfonsinista de la campaña planteaba la receta radical para recrear el Estado de bienestar prohijado por el primer peronismo y que la dictadura se había encargado de comenzar a desmontar. En rigor, gran parte de la dirigencia política argentina entró a la vida democrática sin entender del todo bien lo que había pasado en el mundo durante la década anterior. La crisis del petróleo había cambiado el paradigma tras hacerle conocer a los países centrales el combo letal de inflación y estancamiento económico. La Argentina exportó ese modelo de manera brutal con el Rodrigazo de 1975. Martínez de Hoz se encargaría de llevar adelante el experimento por el cual el país pasaba a reprimarizar su economía con la destrucción del aparato productivo a través del paquete conformado por sueldos congelados y las tasas de interés más altas del mundo, lo cual entronizó a la patria financiera. El laboratorio de probeta del incipiente neoliberalismo reventó en 1980, el año en que habría que situar el inicio de la transición democrática, que se extendería durante prácticamente toda la década y que excede a la figura de Alfonsín.

Los ochenta fueron la “década perdida” para América Latina a partir del default mexicano del 82. Deuda externa y tasas de interés por las nubes y precios de las commodities por el piso fueron la marca de la época. La Bolivia de Paz Estenssoro, tres décadas después de la Revolución Nacional de 1952 viraba hacia el nuevo orden neoliberal, al punto tal que Álvaro Alsogaray ponderaba sus reformas por encima del caso chileno. Quizás porque era más presentable un líder democrático supuestamente aggiornado a los tiempos que un dictador temible y con eso desligaba al neoliberalismo de los estados terroristas de los 70. Alfonsín, curtido en la vieja tradición del nacionalismo económico de la UCR, con pizcas de socialdemocracia sueca y alemana, fue para el lado opuesto. Su gobierno terminó siendo un interregno entre el neoliberalismo abierto por los militares y continuado por Menem, pero la experiencia, se sabe, resultó traumática en materia económica hasta llegar al colapso hiperinflacionario.

El viejo líder solía decir que se sentía con espaldas suficientes para resolver una crisis militar o una crisis económica, pero que si coincidían ambas era el fin de su gobierno. Fue lo que pasó. Hábil para gambetear las tensiones militares durante su mandato y algunos momentos de zozobra económica, el verano del 89 trajo su ocaso: estallido de la híper y copamiento de La Tablada. Para colmo, en plena campaña electoral, en la que el candidato de su partido proponía retomar la línea neoliberal y privatizar todo, mientras que el candidato peronista hablaba literalmente como si estuviera en 1945. Terminó ocurriendo lo contrario: un presidente peronista retomó las banderas liberales. También es cierto que cayó el Muro y el nuevo orden imperante llevó a ese programa, pero no es menos cierto que el peronismo creador del estado de bienestar se encargaba de ponerle la lápida a cuarenta años de historia previa.

Años de apatía

foto/ Rafael Calviño

Hablar de los 35 años de democracia implica hacerlo en un doble plano. Por un lado está la figura de Alfonsín por ser quien inauguró el período, y las miradas se centran en sus logros y sus fracasos. Por otro, está la mirada más abarcativa, que contempla lo que fueron los gobiernos siguientes.  El paso del tiempo parece haber dejado en el olvido la década menemista. El relato sobre la corruptela K tapa los años 90. Cambiemos implementó una especie de historia negra similar a la de los libertadores del 55. Si en 1955 Perón pasaba a ser mala palabra al punto de no poder siquiera mentarlo, el período previo, la Década Infame, quedaba subsumido en el olvido. Con lo visto en estos tres años, sobre todo con los bolsos de López y la causa de las fotocopias, nadie se acuerda de Carlos Saúl Menem, que tiene un raid judicial bastante más extenso y goza de la inmunidad de sus fueros como senador sin que casi nadie se mosquee. Los años de las bombas a la embajada de Israel y a la AMIA, de la voladura de Río Tercero, de los escándalos diarios de corrupción, no merecen mayor recuerdo salvo en alguna efeméride, mientras que el kirchnerismo, en sentido crítico una etapa con luces y sombras y aspectos controvertidos, habría superado, así como así, el hándicap menemista.

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Por cierto que una clave de la lectura que se hace del 83 es el significado del triunfo radical. Por primera vez era derrotado el peronismo en una elección limpia, el mundo saludaba la victoria alfonsinista y no faltó quien se animara a pronosticar la pronta extinción del PJ tras haber perdido el invicto electoral. Para peor, en 1985 el alfonsinismo le propinó una derrota mayor, casi tan estrepitosa como la que sufrirían los radicales en el 87. Entre medio coquetearon con la idea del Tercer Movimiento Histórico y proyectos como el traslado de la Capital a Viedma. A la par de la paliza del 87 retrocedían en el campo donde habían hecho una obra de gobierno sin antecedentes en la historia argentina: los derechos humanos.

Si la democracia comenzó a sufrir sus primeras grietas en materia de descreimiento fue con Semana Santa del 87 y, antes, a nivel de votantes de paladar negro, con el reconocimiento de la deuda externa ilegítima. Fue el Punto Final y, sobre todo, la consecuencia del primer alzamiento carapintada, la Obediencia Debida, lo que sepultó a Alfonsín, por más que se dedicara a dar explicaciones. Apenas dos años atrás la Argentina dejaba la culata en materia de derechos humanos para pasar a ser vanguardia mundial con el Juicio a las Juntas. El retroceso era enorme. Habría que rastrear la apatía de los 90 en el 87-88, cuando el desencanto era cotidiano. No por nada, buena parte del interés por la política volvió a niveles de fervor cuando recién en el kirchnerismo se comenzó a juzgar al cuerpo de oficiales que había gozado de impunidad desde el fin de la dictadura. Dato no menor: veníamos de 2001.

2001 y la nueva generación

Por esas cosas del destino, el colapso de la convertibilidad, que se llevó puesto a un sistema de partidos incapaz de salir de la lógica del mercado, coincidió con la mayoría de edad de los nacidos en 1983. Muchos nacidos en el momento del fin de la dictadura votaron por primera vez en las elecciones de 2001, aquellas en las que hubo gente que metió una feta de salame en el sobre. Dos meses después, un sistema de representación absolutamente quebrado terminó de la peor manera. No hubo mayor cortedad de miras en estas tres décadas y media que en la mediocridad rampante y patética de dirigentes que no tuvieron idea de cómo salir del uno a uno. La máxima responsabilidad, claro, le corresponde a Fernando de la Rúa. Si el día de su asunción hubiera planteado la salida ordenada de un esquema que había llevado a su máximo punto de rigidez al modelo de los militares (el uno a uno era el perfeccionamiento de la tablita cambiaria), la historia habría sido muy distinta. De hecho, el discurso que muchos quisieran haber oído el 10 de diciembre de 199 en realidad fue pronunciado, después de todo lo que pasó, el 25 de mayo de 2003. No por nada el kirchnerismo resultó en gran medida respetuoso de ciertas banderas del programa electoral que la Alianza traicionó, con la salvedad de que las llevó hasta consecuencias insospechadas, en lo que resultó un proyecto político inesperado para propios y extraños.

La cuestión generacional hizo que con Kirchner entrara en escena una camada política fogueada en los 70. Alfonsín, Menem, De la Rúa y Duhalde venían de los años 60, los tiempos de la proscripción del peronismo. Con Néstor y Cristina aparece la militancia del peronismo del regreso de Perón, la Tendencia, el Tío Cámpora, la “generación diezmada”, certera definición de Kirchner el día de su asunción para referirse a lo que significó la dictadura del 76 en jóvenes de 25 años.

Buena parte del debate público en democracia gira en torno a los años del Proceso. Como para no debatirlo, al ser la hora límite de la historia argentina. En gran medida la democracia quedó atornillada, amén de ciertos méritos alfonsinistas, por la magnitud del horror y Malvinas, que generaron el rechazo al golpismo. El pacto de convivencia que la sociedad decidió darse derivó en discusiones espantosas sobre la teoría de los dos demonios y la cantidad de víctimas del terrorismo de estado, como si la sola existencia de 300 campos de concentración, la tortura, los vuelos de la muerte, los robos de bebés, no ameritaran un repudio unánime.

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En ese sentido es donde el Juicio a las Juntas cumple un rol catártico, a la par de político. Puso blanco sobre negro la magnitud de la represión ilegal y, amén del intento por instalar la teoría de los dos demonios, dejó establecida la existencia de un plan criminal que solamente negacionistas a ultranza pueden obviar de los análisis. Eso quedó más patente aun a partir de 2003 con la reapertura de los juicios.

Economía, materia pendiente

La gran deuda de la democracia fue el costado económico. Los militares no sólo dejaron la pesada herencia de sus crímenes, también legaron un país en ruinas. Hubo un primer intento tibiamente distribucionista con Bernardo Grinspun, y luego el Plan Austral nos devolvió a la realidad del día a día, pese a algún éxito inicial. La inserción menemista trajo la estabilidad económica después del trauma hiperinflacionario, pero con un costo social descomunal, que recién se pudo mensurar con el cataclismo de 2001. La devaluación de Duhalde generó las condiciones para engrosar divisas con los precios de las commodities por las nubes. El kirchnerismo tuvo la oportunidad histórica de pegar un salto inédito y no lo pudo hacer. Apenas un lustro después de la huida de De la Rúa, el país tenía superávit fiscal y comercial. Pero seguía dependiendo, como hoy, de una fuerte entrada de dólares que, si no es constante, no alcanza para financiarse, y de un bloque agrícola-ganadero que mostró las garras en la crisis de la 125, uno de los hitos de la era democrática habida cuenta que nunca se había producido un grado de confrontación tan abierta con los terratenientes y de manera tan extendida: 120 días. Parecía que el kirchnerismo tenía los días contados, pero fugó para adelante con la Ley de Medios, otro mojón que saldó una deuda de décadas y la derecha encaramada a la Sociedad Rural recién pudo festejar en 2015. Una vez en el poder, llegó el tiempo del ajuste por el ajuste mismo. Después de tres años de sacarle a los pobres para darle a los ricos, se llenan la boca hablando de las instituciones.

Alfonsín es mío y no tuyo

En doce meses más, el de Cambiemos será el primer gobierno constitucional no peronista en completar su mandato. No deja de ser un dato interesante que hace a la alternancia como un valor intrínseco de la democracia. Sin embargo, la realidad marca que desde el 83 la alternancia está garantizada. Alfonsín pudo entregarle la banda a Menem, en el marco de una entrega anticipada, por la sencilla razón de que las elecciones habían sido adelantadas. Es muy probable que la percepción sobre el primer presidente democrático, más allá del balance de su gobierno, sería distinta si se hubiera ido el 10 de diciembre de 1989. Quizás se lo valoraría más. O tal vez el país hubiera estado más incendiado para entonces que en junio, cuando la híper pasó como un tsunami. Lo que demuestra la entrega anticipada es un sentido de la responsabilidad y aceptar pagar los platos rotos por la impericia de los meses previos. Más allá del cimbronazo económico –el golpe de mercado fue un hecho innegable- y de que La Tablada aportó lo suyo, la realidad marca que por una estrategia electoral se adelantó lo más posible la elección, con la excusa de dejar un buen margen entre el comicio y la entrega del mando para que sesionara el Colegio Electoral vigente.

Pasada la vorágine del 89, Alfonsín volvió a escena para un hecho del que se acaba de cumplir un cuarto de siglo y que quedó algo relegado, tal vez por el aniversario del 83: el Pacto de Olivos. Que fue una componenda de cúpulas de dos partidos mayoritarios, no se discute. Que Menem forzó a los radicales a bajar al llano de la negociación, también es cierto. No menos cierto es que Alfonsín canjeó el artículo reeleccionista por una batería de medidas que significaron un avance legal importante, aun cuando algunas cosas no se implementaron del todo bien: el tercer senador, la autonomía porteña, el Consejo de la Magistratura, el Jefe de Gabinete. La UCR pagó el acuerdo con una debacle electoral peor que la del 89. Dos décadas y medio más tarde, se percibe un acuerdo que pudo haber sido más abierto a los ojos de la sociedad, pero que significó una reforma consensuada, algo inédito en el país. Y que subsanó una anomalía de casi cuarenta años. Porque conviene recordar que la Constitución de 1853 volvió a regir en plena Libertadora con el Congreso Nacional cerrado, cuando es el Parlamento el único que a través de una ley puede proclamar la necesidad de la reforma.

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En 2008 llegó el tiempo del homenaje y el busto en la Rosada para Alfonsín. Sus exequias movilizaron a miles de personas. El kirchnerismo trató de presentarse como una continuidad nacional y popular del alfonsinismo socialdemócrata de los 80. Los radicales, corridos a la derecha del espectro, intentaron ungirlo como un prócer que los guía. El líder muerto quedó en medio de esa tirantez. Después de muerto pasó a integrar un panteón muy particular, ese que incluye a Yrigoyen por el voto libre, a Perón y Evita por la justicia social, en alguna medida Illia por la austeridad. La sobrevaloración ronda su figura, de manera análoga a la de Frondizi, aunque con muchos menos puntos oscuros que el presidente del Plan Conintes.

Sombra terrible de Carlitos

Quizás tenga que ver con que desde el 83 no hay demasiadas figuras ponderables en la política argentina, rebosante de mediocres y arribistas. El peronismo tuvo a Cafiero, el presidente que no fue en este ciclo, pero con un rol importantísimo en los años de la transición. Al kirchnerismo lo rodea la controversia, más tarde o más temprano terminará ganando la comparación con sus sucesores, independientemente de si tiene o no caudal electoral para desalojar al macrismo de la Rosada. Mientras que Duhalde sueña con ser un gran elector y a De la Rúa no le da para siquiera ser un remedo de Illia, una especie de anciano bueno al que no dejaron gobernar y huyó en helicóptero. Con decenas de muertos, agreguemos. De los expresidentes queda, pues, Menem, el gran antecesor del ciclo de Cambiemos. Nunca lo admitirán porque su figura es vergonzante, pero el inspirador por excelencia de esta etapa fue él. No sólo por las similitudes en el programa de gobierno, con el endeudamiento a la cabeza, sino también por la farandulización de la política. Menem inventó en política a Palito Ortega, Reutemann y Daniel Scioli, que casi llega a presidente. Por esa vertiente llegó Macri, rodeado por Mirtha y Susana en su asunción, y con Miguel del Sel como embajador.

La Argentina suele ser un país cíclico en materia económica, alternando etapas de mayor o menor bonanza, de mayor o menor crisis, con el dólar caro o barato, con más o menos desocupados. Pero suele ser un tembladeral. En ese ir y venir, pasamos de la euforia alfonsinista al desencanto antes del 89, luego probamos las mieles del Primer Mundo con Menem y el epílogo farsesco de la Alianza, que se propuso gobernar con el uno a uno pero sin corrupción (en los papeles) y así le fue. Interregno de Duhalde mediante, llegamos a la sorpresa kirchnerista, una especie de primavera similar a la del 84. El desencanto también dijo presente en la etapa K, sobre todo en los tiempos de la segunda presidencia de Cristina, con una serie de errores que posibilitaron el triunfo macrista. Hoy, volvimos a los 90. Los 35 años de democracia nos encuentran en un revival menemista, pero con los CEOs al comando, sin la intermediación de políticos. Eso sí: no hay, pese a cierta anomia, el nivel de desmovilización de los años locos de Menem, el 92 y el 93. La marcha contra el 2×1 así lo probó hace un año y medio.

Si Cristina emparentó la etapa kirchnerista con el alfonsinismo a través del busto inaugurado en 2008, Macri debería sincerarse y no insistir en un tironeo sobre el caudillo radical sólo porque Alfonsín hoy goza del aura de estadista y los correligionarios que (des)honran sus virtudes hoy son furgón de cola de Cambiemos. El mejor homenaje a los 35 años es el busto a Menem. Busto que, por otra parte, se le debe a un ciudadano dos veces elegido por el voto para la presidencia y que gobernó más que ningún otro presidente constitucional en el siglo XX. Pondría de relieve el innegable vínculo con los 90, la era de la que Macri es tributario. Además, se sabe, y la acción de gobierno así lo demuestra, que no cree en el célebre apotegma de Alfonsín (quien en 1983 hablaba del libre mercado como “la libertad del zorro para comerse las gallinas”, mucho antes que Toto Caputo llegara al Banco Central; y también graficó a Martínez de Hoz y los suyos como “secta de nenes de papá”, algo aplicable a la estudiantina del Cardenal Newman), sino en la meritocracia.  Ya no una democracia con la que se come, se cura y se educa, sino la lucha contra el flagelo de los setenta años de decadencia. Que, caramba, incluyen al presidente que dicen admirar (Frondizi), al que toman como ejemplo de lo mejor de estas tres décadas y media (Alfonsín) y al que realmente le deben su esencia (Menem). Cosas de la derecha que gobierna y se ufana de ser el mejor equipo de últimos cincuenta años. Que también están dentro de los últimos setenta años. Y que a su vez engloban la mitad de ese período iniciado en el peronismo con los años democráticos previos a Cambiemos. Porque da lo mismo Alfonsín que Onganía, Cristina que Aramburu, Macri que Menem. Aunque en este último caso sabemos que hay puntos en común.

 

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