El panorama en esta provincia es desolador. Lo que se ve y los medios concentrados tratan de invisibilizar es contundente: pueblos enteros bajo el agua, cientos de miles de personas con sus viviendas o taperas anegadas, desastre sanitario generalizado.

Pero el futuro es peor si lo que más difunden y magnifican esos medios son las pérdidas que sufren “los productores”, que en su inmensa mayoría y desde sus organismos corporativos, aquí y allá, hacen lobbies para pedir subsidios y asistencias –justo ellos que odian el asistencialismo, cuando es social– a organismos estatales fundidos que seguro les van a proveer fondos para que sigan talando los bosques que quedan, y planten soja hasta en las banquinas.

Aquí en el Chaco la situación es dramática y afecta a toda la provincia, pero la verdad es que el drama no es solamente local y tampoco se comprenderá bien si no se lo vincula con la concentración y maltrato a la tierra que atraviesa toda la historia argentina.

Escribo estas líneas en un barrio anegado de las afueras de Resistencia, del otro lado del río Negro, pero podría escribirlo desde el piso 24 de alguna torre en construcción de las muchas que hoy dibujan aquí un ridículo paisaje dizque neoyorquino. Y esa mismidad tiene que ver con la abrumadora cantidad de hectáreas inundadas en cientos de kilómetros a la redonda, desde el río Bermejo hasta el sur santafesino, y del Paraná hasta Santiago del Estero, y todo eso sin contar las aguas desbordadas en la provincia de Corrientes.

Sin ir muy lejos, los otrora riquísimos bajos submeridionales –límite chaqueño con Santa Fe– hoy son un mar de malezas y abandono. Si hasta Tostado, que fue una de las capitales de la Cuña Boscosa Santafesina, está totalmente bajo agua. Y aquellos bosques no existen más: hoy son un desierto inundado, producto del mismo ambienticidio –valga el neologismo– que devastó Santiago del Estero y ahora amenaza seriamente al Chaco.

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Casi no hay barrios y pueblos de todo tamaño que no se hayan inundado, y toda la gente, allá y aquí, teme más tormentas para este que llaman “enero maldito”. Ha llovido en diez días la mitad de lo que llueve en un año. Y no es sólo el agua sino la furia con que cae y los cambios de temperatura: el viernes en media hora descendió de casi 40 grados a 17, absurdos para el Chaco en verano. Y desesperantes para miles de familias carentes de todo. Porque hay que andar en patas en aguas barrosas hasta las rodillas, con tus humildes enseres echados a perder, los chicos sin escuela, las ollas populares insuficientes, y encima la bronca de ver que te sobrevuela unos minutos un presidente que no ve nada,no entiende ni le importa nada, y no siente nada.

En este marco las defensas –o sea los terraplenes que desde hace décadas rodean Resistencia y se combinan con un complejo sistema de bombas extractoras y dos diques de regulación del río Negro, que cruza la ciudad– están funcionando a pleno pero no dan abasto. Y aunque hay chicanas políticas respecto de obras que se debieron hacer y no se hicieron, es justo reconocer que desde el poder se está asistiendo a muchos sectores marginales,como es práctica política desde hace añares. Tanto el gobierno provincial como los municipales de todos los signos están trabajando a pleno, y aquí en Resistencia a cualquiera le consta que el intendente Capitanich encabeza personalmente la asistencia, que sin embargo resulta siempre insuficiente, aquí y donde sea.

Porque el problema no está solamente en las gestiones, como fogonean maliciosamente algunos medios, porteños y también locales.

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El problema es mucho mayor y es histórico, y se llama concentración y maltrato a la tierra. Una factura que un millón de chaqueños pagamos ahora, como millares de compatriotas de Formosa, Corrientes y Santa Fe, por lo menos.

El problema estructural que no resuelve ni resolverá el actual ni ningún otro gobierno neoliberal se relaciona con esa que es la más vieja cuestión de la Argentina: la cuestión de la tierra. O sea el mal uso y abuso. O sea la propiedad hiperconcentrada y la histórica y permanente negación del latifundio. O sea la irracionalidad en la explotación agropecuaria.

Y basta un solo ejemplo, que cualquier chacarero conoce: las pasturas naturales, como los bosques naturales, siempre absorbieron rápida y eficientemente todos los excedentes hídricos. Pero al sojizarse intensivamente los campos se acabó la absorción y por eso –exactamente– el agua permanece ahora sobre la superficie. Como si se hubiesen pavimentado los campos.

“El centro del problema –sostiene desde hace años Pedro Peretti, chacarero y escritor santafesino, acaso quien más sabe de esto en el país– es el modelo productivo de sojización con concentración de tierras y rentas”.En el libro “La Argentina agropecuaria”, que acabamos de escribir a dúo, sostenemos que las grandes inundaciones son consecuencia de la sojización, que destruye campos ganaderos y montes naturales.

Luego entonces la verdadera responsabilidad de las inundaciones recae en la oligarquía agraria y sus nuevos patrones: las compañías transnacionales que se están apoderando también de la tierra.

Un reciente informe de la FAO, citado por Greenpeace en su página oficial el 3 de abril de 2017, con el título “Las inundaciones que sufre la Argentina se deben a la deforestación y al cambio climático”, ubicó a nuestro país “entre los 10 países que más desmontaron durante los últimos 25 años; se perdieron 7.600.000 hectáreas, una superficie similar a la Provincia de Entre Ríos, a razón de 300.000 hectáreas por año”.

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Esto continúa, a diario y en muchas provincias, y por si fuera poco hay datos oficiales que delatan que desde la sanción de la Ley de Bosques (a fines de 2007) se desmontaron 2.403.240 hectáreas. Y durante todo 2017 el 42 por ciento de la deforestación se realizó donde la normativa no lo permite. Ahí está la explicación a estas inundaciones, que tienen nombres y apellidos.

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